martes, 28 de abril de 2009

El coraje y decepción de ver toda una vida de esfuerzo, ahora para muchos truncada y desesperadamente echada a perder por la ambición de unos cuantos

Sobrevivir
Pedro Miguel

El primer hecho que se olvida en estos momentos es que, como especie, como país, como conglomerado urbano, hemos de sobrevivir. La enorme mayoría de nosotros emergerá de este episodio sana –o ni más ni menos enferma que hasta antes de la influenza–, confundida y triste; devastada por la foto que habrá de agregarse al altar de muertos, mareada por la alteración de la vida cotidiana, reseca por la proscripción del contacto físico, empobrecida (más) por la paralización económica obligada, y humillada por tener que plegarse –no hay de otra– a la dictadura epidemiológica de los ineptos, corruptos, opacos y mandoncitos que integran el calderonato. Qué deprimente.

La contundencia de las catástrofes suele imprimir una percepción de permanencia que cuesta remontar. La vida nos cambió de pronto y flota en el ambiente, junto con la molécula perniciosa, la impresión de que esto es para siempre. Andamos o estamos con la sensación a cuestas de que nuestro mundo ha sido trastocado de manera irreparable. Lo más probable, en la mayor parte de los casos, es que no: casi todos los microbuses atestados recuperarán a casi todos sus pasajeros; casi todos los talleres mecánicos y las misceláneas sobrevivirán a la decena trágica de la influenza porcina, casi todas las panaderías volverán a abrir las puertas cuando los capitalinos sonámbulos vuelvan a sus calles, casi todos los puestos de tacos insalubres y de jugos con y sin salmonela retomarán su sitio.

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